Caminatas al Amanecer por Avellaneda”
Alborada: Cuando la Ciudad Suspira Antes del Ruido
No era insomnio. Era costumbre.
A veces, cuando el cuerpo se despierta antes del reloj, uno no pelea con la almohada. Camina. Ese día, salí sin rumbo, pero los pies sabían adónde ir: hacia la ancha columna de concreto y recuerdos que es la Avenida Mitre, en Avellaneda.
Todavía era noche, pero ya no del todo. Las luces de sodio seguían prendidas, derramando un resplandor ámbar sobre la vereda desierta. La alborada se insinuaba detrás de las torres viejas, entre los cables suspendidos y los carteles que de día nadie lee. Y por un momento, la ciudad pareció contener la respiración.
Me detuve un instante cerca del Puente Pueyrredón, ese arco de hierro que conecta dos mundos: la intensidad de la Capital y el pulso más hondo del sur del conurbano. Desde allí, vi el cielo comenzar a encenderse. Era apenas un trazo tenue sobre el Riachuelo, pero bastaba para anunciarlo todo.
La alborada no llega con estruendo. Llega como un susurro. Cambia los contornos de lo conocido, y por un rato, hasta lo gris se vuelve bello. Las fachadas descascaradas, los charcos de la lluvia nocturna, los tachos de basura alineados con obediencia. Todo parecía tener otro sentido, más profundo, más callado.
Caminé despacio, dejando atrás ese tramo donde la ciudad todavía guarda los ecos del tranvía y las viejas fábricas. Una ciudad dormida muestra lo que no se atreve a decir de día. Y uno puede verlo, si camina a la hora justa.
En una esquina, una mujer barriendo su vereda me dijo “buen día” sin mirarme. Fue suficiente. No era necesario más. La alborada habla con gestos mínimos.
Volví a casa con el corazón liviano. No hacía falta una gran revelación. Solo esa sensación de haber estado dentro de un secreto.
La alborada no es una hora. Es un permiso. Un interludio en el que, incluso en medio0 del asfalto, uno puede volver a empezar.
Alborada: Cuando la Ciudad Suspira Antes del Ruido
No era insomnio. Era costumbre.
A veces, cuando el cuerpo se despierta antes del reloj, uno no pelea con la almohada. Camina. Ese día, salí sin rumbo, pero los pies sabían adónde ir: hacia la ancha columna de concreto y recuerdos que es la Avenida Mitre, en Avellaneda.
Todavía era noche, pero ya no del todo. Las luces de sodio seguían prendidas, derramando un resplandor ámbar sobre la vereda desierta. La alborada se insinuaba detrás de las torres viejas, entre los cables suspendidos y los carteles que de día nadie lee. Y por un momento, la ciudad pareció contener la respiración.
Me detuve un instante cerca del Puente Pueyrredón, ese arco de hierro que conecta dos mundos: la intensidad de la Capital y el pulso más hondo del sur del conurbano. Desde allí, vi el cielo comenzar a encenderse. Era apenas un trazo tenue sobre el Riachuelo, pero bastaba para anunciarlo todo.
La alborada no llega con estruendo. Llega como un susurro. Cambia los contornos de lo conocido, y por un rato, hasta lo gris se vuelve bello. Las fachadas descascaradas, los charcos de la lluvia nocturna, los tachos de basura alineados con obediencia. Todo parecía tener otro sentido, más profundo, más callado.
Caminé despacio, dejando atrás ese tramo donde la ciudad todavía guarda los ecos del tranvía y las viejas fábricas. Una ciudad dormida muestra lo que no se atreve a decir de día. Y uno puede verlo, si camina a la hora justa.
En una esquina, una mujer barriendo su vereda me dijo “buen día” sin mirarme. Fue suficiente. No era necesario más. La alborada habla con gestos mínimos.
Volví a casa con el corazón liviano. No hacía falta una gran revelación. Solo esa sensación de haber estado dentro de un secreto.
La alborada no es una hora. Es un permiso. Un interludio en el que, incluso en medio del asfalto, uno puede volver a empezar.
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