El Cartón 32
El cartón 32
Cuando la pierna derecha de Mirta empezó a dolerle cada vez que subía el cordón de la vereda, supo que algo tenía que cambiar. La ciudad ya no era la misma para ella. Ni ella para la ciudad. Las rampas estaban mal hechas, los colectivos no frenaban, y la farmacia quedaba a cinco cuadras de las más largas del mundo.
Pero los martes eran sagrados.
A las tres y media de la tarde, agarraba su bolso floreado, se ponía la boina gris heredada de su hermana y caminaba hasta el centro de jubilados “Luz de Otoño”. A paso lento, pero firme. Era el único momento de la semana en que el dolor se transformaba en anécdota y los números eran más que cifras: eran compañía, azar y consuelo.
—¡Arrancamos! —gritaba Nilda desde el escenario improvisado con un micrófono que chillaba como puerta vieja—. ¡Primer número del día… el 32!
Mirta sonreía. Siempre sentía algo especial con el 32. Era su año de casada, la edad a la que nació su hija, el colectivo que la llevaba a Constitución cuando todavía viajaba a trabajar.
Esa tarde, al cantar línea y luego bingo, no levantó la voz. Solo alzó la mano con delicadeza, como quien agradece sin necesidad de ruido. La miraron todas. Algunas con envidia callada, otras con ternura. Mirta había ganado la canasta con productos de almacén y un frasquito de crema para las piernas.
Pero no era eso lo que le importaba.
Al salir, el cielo tenía ese tono dorado que sólo se ve en otoño. Mirta guardó su cartón en el bolsillo del abrigo y empezó el regreso. En el trayecto, miró una plaza y decidió, por primera vez en años, sentarse en un banco. No para descansar. Sino para mirar.
Un chico aprendía a andar en bicicleta. Una mujer paseaba un perro flaco. Un hombre mayor hacía ejercicios con una banda elástica. Y Mirta, la del cartón 32, comprendió algo: no era solo la caminata lo que la sostenía. Era la certeza de estar en juego. De seguir apostando.
Como en el bingo. Como en la vida.
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