La Dama y la Vereda

 

La dama y la vereda

Hay una dama que camina todas las mañanas por la misma vereda. Nadie sabe su nombre, pero los vecinos ya la esperan con el mate en la mano o el pan recién comprado. Sus pasos son lentos, medidos, casi ceremoniales. Lleva un bolso pequeño y un pañuelo atado con firmeza detrás del cuello. Es una dama, aunque no por su ropa ni por su edad: lo es por su forma de mirar, de detenerse, de respirar el barrio como si fuera una flor abierta.

La vereda está rota. Hay raíces que la levantan, baldosas sueltas que reclaman atención, charcos que duran días. Pero ella no se queja. Ajusta el paso, esquiva con elegancia, saluda con un gesto mínimo a quien se cruza. Hace del caminar una declaración: todavía se puede vivir en esta ciudad, incluso con sus grietas.

La palabra "dama" parece ajena al cemento, al ruido de los autos, al olor a fritura que sube de los patios. Pero esta dama es distinta: no viene de otro tiempo ni representa una nostalgia impuesta. Es una presencia viva, una forma de habitar el espacio público con dignidad y calma. Una resistencia delicada.

Cuando no la vemos, falta algo. La vereda parece más gris, los saludos se apagan. Entonces entendemos que en cada barrio hay figuras silenciosas que sostienen la trama urbana sin pedir permiso. Caminantes que transforman el paisaje con su sola manera de estar. Damas anónimas que trazan con sus pasos una poesía que no se publica, pero se siente.

Hoy la vimos de nuevo. Llevaba flores en una bolsa. Caminaba más despacio. Y al pasar junto a un banco de plaza, se sentó. Miró al cielo. Y sonrió.

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