La Hijastra del Pasaje Mitre

La Hijastra del Pasaje Mitre

No era suya, pero la esperaba igual todos los martes a las cinco y diez.

Un hombre mayor camina junto a una adolescente por una vereda de ciudad al atardecer; ella lleva auriculares y mochila, él una bolsa en la mano. Ambos mantienen una expresión tranquila mientras comparten el camino bajo árboles y edificios bajos.


Se conocieron por costumbre, no por sangre. Al principio fue solo un favor: acompañarla desde la óptica donde trabajaba su madre hasta la parada del colectivo, unas seis cuadras por el pasaje Mitre, siempre al sol o al viento. Después, fue rutina. Después, fue otra cosa.

Lucía, la hija de su nueva pareja, caminaba con los auriculares puestos, siempre con una expresión que oscilaba entre la indiferencia y la sospecha. Tenía 14 años y una mochila que parecía más grande que sus hombros. Él, un hombre ya entrado en los 50, con rodillas que crujían y preguntas que se le atoraban en la garganta.

Caminaban juntos por veredas desparejas. A veces hablaban. A veces no. Una vez él le señaló una baldosa floja. Ella no respondió, pero al día siguiente evitó pisarla. Otra vez, ella le preguntó si alguna vez había tenido miedo de ser padre. Él tragó saliva. No dijo que sí, ni que no. Solo habló de su bicicleta roja de la infancia y de cómo la perdió.

Una tarde lluviosa, él llevó un paraguas enorme. Ella se negó a meterse debajo, pero no caminó demasiado lejos. En la esquina de siempre, donde el árbol torcido guarda el banco sin respaldo, ella le dijo:
—Gracias por acompañarme. Mamá no me dijo que eras así.

Un hombre mayor y una adolescente caminan bajo la lluvia por una vereda urbana; él sostiene un gran paraguas negro que cubre a ambos, mientras ella, con auriculares y mochila, camina ligeramente separada, en silencio, bajo un cielo gris y árboles sin hojas.


Él no supo qué significaba “así”. Quizás tranquilo. Quizás torpe. Quizás alguien que no exige ser llamado papá, pero igual camina al lado.

Un día ella no fue. La madre había cambiado el horario de trabajo. Él lo supo por WhatsApp, pero igual caminó el trayecto solo, como si necesitara que el pasaje Mitre lo confirmara. Se detuvo frente al grafiti que ella una vez había fotografiado y guardado como fondo de pantalla. El dibujo de una chica que caminaba entre edificios con una flor en la mano.

Un hombre mayor de pie en una vereda observa en silencio un mural pintado en una pared de ladrillos; la imagen muestra a una niña de vestido rojo caminando entre edificios azules mientras sostiene una flor blanca en la mano, en una escena urbana melancólica y contemplativa.


Desde entonces, cuando pasa por ahí, a veces con las bolsas del mercado, a veces con dolor en la pierna derecha, se detiene un segundo. A veces ella lo acompaña. A veces no.

Pero en esa esquina, ya no se siente padrastro. Ni intruso.
Se siente un hombre al que la ciudad le enseñó a acompañar, aunque no haya un lazo de sangre.
Solo una vereda compartida.
Y eso, en estos tiempos, es casi milagro.

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