Sospechar del Silencio
Sospechar del Silencio
Aquella mañana todo parecía igual. El mismo recorrido, la misma vereda rajada, el mismo árbol inclinado saludando con sus ramas secas. Pero algo me hizo frenar.
Fue apenas un segundo. El paso suspendido en el aire, como si alguien invisible me hubiese rozado el hombro. Y entonces sucedió: el silencio.
No el de afuera. No el del tránsito lejano ni el del viento sin fuerza. El silencio interior.
Y en ese hueco repentino, algo se reveló.
No fue un pensamiento. No fue una emoción. Fue más bien una certeza súbita, sin origen claro. Como si todas las veces que pasé por ese mismo lugar —apresurado, distraído, mecánico— hubiesen sido parte de una espera. Una cita que no sabía que estaba pendiente.
Todo seguía igual, pero nada era lo mismo.
El árbol torcido me pareció hermoso. Las grietas de la vereda, necesarias. Una hoja seca cayó justo a mis pies y la vi con una nitidez nueva, como si hubiese estado allí para mí. Todo tenía sentido y todo era gratuito. Regalo puro.
Me senté en un banco sin pensar por qué. Cerré los ojos. Y allí, sentí una presencia. No afuera. Dentro. Más íntima que yo mismo.
Una ternura inexplicable me envolvió, como si alguien me hubiese estado esperando desde siempre. Sin reproches. Sin palabras. Solo una mirada invisible, sabia y paciente.
Y entendí. O no entendí, pero supe.
Desde entonces, volví muchas veces a esa esquina. No a buscar respuestas, sino a agradecer. Porque lo que sucedió no fue una casualidad. Fue una irrupción. Un abrir de ojos. Una voz sin sonido que me dijo: “Estoy”.
Sospechar fue apenas el umbral. Lo que vino después ya no fue sospecha. Fue reconocimiento.
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