Transpirar la Ciudad

Transpirar la Ciudad

Joven caminando por una vereda urbana bajo el sol, con la remera empapada de sudor, rostro cansado y gesto introspectivo; al fondo, un hombre mayor barre la vereda en un barrio desgastado.


Hay mañanas en las que el cuerpo habla antes que la mente. Se despereza con una tos leve, pide agua, y en silencio, se pone en movimiento. Aquella vez fue un martes, y ya desde el primer paso sentí que algo distinto corría bajo la piel: no era sólo calor… era esa necesidad urgente de sacar algo de adentro.

Llevaba semanas encerrado. No por obligación, sino por una de esas tristezas que se adhieren al cuerpo como una capa invisible de polvo. Pero esa mañana, decidí caminar. Sin rumbo fijo, sin destino. Salí de casa con zapatillas viejas, remera suelta y un dejo de ansiedad acumulada entre los hombros.

A las cinco cuadras, empecé a transpirar. No por el esfuerzo físico, que era mínimo, sino porque la ciudad también transpira. Lo noté en el asfalto que comenzaba a resquebrajarse en la esquina de la plaza, en el anciano que limpiaba su vereda con movimientos cortos y sudorosos, en el perro callejero que jadeaba bajo una sombra dudosa.

La transpiración no es solo agua salada. Es señal de vida, es respuesta del cuerpo a un exceso: de temperatura, de emociones, de encierro. Al llegar a la vieja estación, donde antes paraban los trenes de carga, me detuve. Sentí el peso de la remera empapada pegándose a mi espalda, y por primera vez en días, no me importó.

Hombre joven sentado en el borde de un cantero urbano, con expresión agotada, la remera empapada por el sudor y el rostro inclinado bajo el sol, en una calle tranquila con edificios de ladrillo al fondo.


Me senté en el borde de un cantero, cerré los ojos, y dejé que el sudor cayera como si fuera un idioma. Transpiré las excusas. Transpiré la tristeza. Transpiré el miedo que no me dejaba salir. Y en ese pequeño acto biológico, empecé a volver.

No hay publicidad para eso. Nadie te dice que la transpiración puede ser un comienzo.

Desde entonces, camino. A veces más, a veces menos. No por deporte ni por obligación. Camino para no olvidar que estoy hecho de agua, de sal, de calle y de emociones. Y que, a veces, lo único que se necesita para empezar de nuevo… es transpirar un poco.

Hombre joven caminando solo al atardecer por una vereda arbolada, con la remera empapada en sudor y el rostro introspectivo, rodeado de edificios antiguos y luz cálida filtrándose entre los árboles.


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